


septiembre 2007. Mi destino, como el del Douro, desemboca en Porto, una ciudad que siempre he sentido mía. Recreamos la vista con los mosaicos de la estación de ferrocarril y recorremos las dos orillas del Duero, resignado a fundirse con el Atlántico con su mezcla de acentos y uvas. Caminamos por las empinadas calles del casco viejo lleno de edificios que van perdiendo lustre y ganando encanto. La ciudad es agradable, al igual que sus gentes y su gastronomía, enriquecida con aportaciones de las colonias.
Me fui a Londres y me enamoré de una portuguesa de Porto. Intenté buscarla pero nunca la encontré
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