martes, 1 de diciembre de 2009

Mar de Canarias


enero 2003. Hay formas y formas de mirar y amar la mar. Lo que cautiva a niños de todas las edades no es su inmensidad sino ese espejo mágico en el te mirés como te mires nunca te ves reflejado. Los que miran al mar de esta forma se sumergen, sin querer en la profundidad abisal de sus interiores. Con cada ola un sentimiento. Con cada atardecer que se arrastra hacia el horizonte una historia que termina, un nuevo comienzo.
Y qué me decís del velero solitario, intruso en el paisaje infinito, que parece querer recordanos los momentos de mayor libertad y desamparo de nuestra existencia.
Pero, a diferencia de ésta, no nace ni muere y si lo hace no lo sabremos jamás pues no habrá testigos del acontecimiento. Es aquí en las "afortunadas", aunque siempre creí que los afortunados éramos nosotros por vivir aquí y no las islas, donde vive el oceano su más apasionado idilio con la costa. Permanece tranquilo ocultando su verdadero poderío. Algo muy grave debimos hacerle los gallegos o nuestros ancestros para enojarlo tan a menudo, pienso, a juzgar por lo bien tratadas que son estas latitudes. Pero el matrimonio tiene sus momentos de furia y es entonces cuando se levanta y moldea todo a su antojo, sabedor de su fuerza y celoso por culpa de unos humanos que mostraron su predilección por los árboles, las montañas y los volcanes.
Es coqueto como pocos o pocas, que no es cuestión de género sino de intención, y por eso a menudo se oculta tras la bruma y se sonroja al atardecer.
Tal es su poder, que cuando le das la espalda para adentrarte en la meseta, creyendo que puedes prescindir de su compañía, es capaz de atormentar tus sueños con su rumor intermitente recordándote lo que eres, pez fuera del agua, orquídea en el desierto.
Bienaventurados los que vieron a dios emergiendo de sus aguas, en la espuma de las olas, en la mirada de un pescador.

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