jueves, 27 de agosto de 2009

Una de calamares en Mérida




septiembre 2008. Goscinny y Uderzo son en buena parte responsables de mi animadversión hacia los romanos y su cultura. Entraron cual elefante en cacharrería destrozando nuestra tribal y familiar existencia celtíbera, construyeron por doquier (anticipándose unos cuantos siglos a la era del ladrillazo) y, una vez hicimos nuestra su lengua, se dejaron comer las papas por los germanos que, seguramente, a lo único que les ganaban era a brutos.
En todo ello pensaba mientras recorría las galerías del Museo de Arte Romano de Mérida, un espacio expositivo muy didáctico y mejor estructurado que recoge vestigios de las diferentes épocas de la Emérita Augusta. Me reconcilié con Cicerón, aunque sigo creyendo que ser esclavos de las leyes no es la mejor forma de ser libres y, a modo de celebración, nos tomamos unas cañitas junto al templo de Diana, donde aparcamos nuestros rencores y fumamos la pipa de la paz disfrutando de una ración de calamares, como no podía ser de otra forma, a la romana.




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